La añoranza a veces es un encarte, porque quedamos atados a un pasado que no nos deja avanzar. No cabe duda, algunos recuerdos llevan el veneno del resentimiento y nos chuzan cada vez que los traemos a la memoria. Sin embargo, en el fondo, no somos más que historia hecha presente. Cada uno es el resultado de una narración singular, única e irrepetible. Un cuento donde somos los protagonistas principales. Pero, curiosamente, sufrimos de una extraña forma de amnesia autobiográfica. Se nos pierden las huellas. El camino que hemos transitado, de pronto, nos resulta irreconocible. La omisión retrospectiva del yo. Como si se tratara una espora o un hongo que nace por generación espontánea, los orígenes dejan de existir.
Olvidar de dónde venimos es negar el linaje personal. Y no hablo de la obsesión por las nacionalidades, la insoportable alcurnia de arrastrar la carga de unos cuantos apellidos o mandar a enmarcar el “escudo familiar”, tratando así de reivindicar una aristocracia folclórica pasada de moda, sino del lugar afectivo donde se gesto nuestra mente. La memoria profunda, las confesiones y los episodios que nos marcaron. La red interpersonal donde enredamos la humanidad que nos compete.
Las primeras experiencias: ahí radica nuestra esencia. No en las más frecuentes, las penúltimas o las antepenúltimas, sino en las primeras. Aquellas que llenaron el alma y dejaron su marca en el disco duro.
El primer “amiguito”, y las penurias de tener que compartir lo que nos querríamos entregar. Ahí nació, con seguridad, el primer esbozo de envidia. El primer cumpleaños, que no era de uno, sino de los papás. El primer día de colegio: la gran tortura de estudiar y la dicha del recreo. Fue cuando entendimos eso de la socialización, la primera maestra, de la que nos enamoramos aunque fuera malgeniada.
La primera ida al circo: lo monstruoso de los payasos, el susto por los acróbatas que nunca se caían. El primer hermanito o hermanita, y la terrible frustración de tener que renunciar de mala gana a un pedazo de mamá. El primer regaño consciente y la primera pela (castigo): el ego maltratado, un dolorcito en el corazón y descubrir que, pese a todo, nos seguían queriendo. La primera caries y el ruido penetrante del torno manejado por un señor de bata blanca y con cara de dentista.
El primer baile, el primer amor, el primer beso, el primer velorio y los llantos colectivos que nos hacían llorar sin entender qué pasaba. El primer matrimonio de alguien cercano, y el primer ataque de soledad.
El primer día de universidad, el primer día de trabajo, el primer sueldo, la primera casa, el primer coche, el primer hijo y así sucesivamente. Pasó a paso. Acumulando reseñas y trepando escalones que apenas recordamos. Definitivamente, estamos llenos de “primeras veces”.
Aunque no seamos muy amigos de la remembranza, hagamos el intento. Sentémonos a pensar cualquier noche de estas. A recapitular en cámara lenta, sin afanes. Cuando nadie este despierto, saquemos los momentos vividos. No necesitamos música, ni trago, ni recordatorios artificiales, solamente estar cara a cara con el pasado. Y recordar esos momentos especiales que pasamos con los nuestros, con tu pareja, con tus padres, con tus hijos y llenar con esos momentos inolvídales, los vacíos o incertidumbres que a veces quieran robar el gozo y la armonía.
Los padres deberían filmar la vida de sus hijos a escondidas. Y un buen día, hacerles llegar unos DVD repletos de imágenes indiscretas, muecas indescifrables y sonrisas mal disimuladas; Pero desde luego poder disfrutar de esos momentos únicos que nos han llevado a ver lo hermoso de la vida y el disfrute de la bendición, es un regalo para tener en cuenta, y una historia singular, que no seria para contar, sino para degustar.
Nosotros hablaremos del poder,
belleza y majestad de tus hechos maravillosos;
yo pensaré mucho en ellos
y los daré a conocer a mis propios hijos.
(Salmos 145: 4-6) BLS